Corazón de cristal, manos de mantequilla.
No rompiste mi corazón, porque para hacerlo, hubieras tenido que llevarlo en tus manos.
Hace tiempo fui la persona cuyo bienestar o estabilidad emocional dependían, en una proporción considerable, de las reacciones de las personas, de cómo me acompañaban a través de mis experiencias, o la manera en la que me reafirmaban su amor; no sé en qué momento dejé esa versión mía atrás, muy atrás, como si más bien, hubiera nacido disfrutando mi soledad y nunca nadie me hubiera metido ideas de que la vida es —estrictamente mejor— cuando estás acompañada. Yo ahora me pregunto, ¿De qué sirven las compañías cuando no hacen más que causar ruido en tu interior y no te permiten escucharte en absoluto?
Cuando hablo del ruido no necesariamente me refiero al que hace la gente con sus constantes quejidos, mentiras, críticas, envidias, sino a lo que todo aquello deja resonando en tu interior como un constante eco: La ansiedad, el sentir que no eres suficiente, el ponerte en modo alerta; esos rezagos que muchas veces no señalamos o que pasan inadvertidos porque nuestra atención sigue puesta en querer esa compañía. Pasan los días, los meses, los años, hasta que el cuerpo se cansa, resiente esa andanza descuidada e inconsciente y te dice: “No más, por favor, no más decir que sí cuando quieres decir que no, decir que no pasa nada cuando todo te pasa, ya no quiero que la gente te trate como comodín y vuelvan sólo cuando te necesitan”. El eco ha alcanzado la última pared de mi corazón, ahí no hay vuelta atrás, todo es definitivo, he dejado de sentir el deseo de lanzar llamaradas para que me vean o esperar que las personas hagan el esfuerzo mínimo por entenderme.
Tratando de hacer una línea de tiempo para intentar aproximarme al momento en el cual intercambié las compañías mediocres por una soledad fructífera, me encontré con algunos recuerdos de algunos días en los que mi dolor fue ignorado, mi presencia fue fácil de rechazar, también cuando no volví a saber nada de algunas personas porque su silencio fue mi despedida, y lo tengo muy claro, entre más distancia hay entre la gente y yo, yo estoy más cerca de encontrar el consuelo en mis propios brazos. No voy a fingir que mi récord está libre de crímenes, claro que he sido quien suelta palabras como balas y hiere a profundidad; por eso mismo soy capaz de reconocer a quien dispara y se esconde, y quien dispara y pide perdón. No pretendo causar lástima, sino que, alrededor de estas palabras surja la reflexión, ese diálogo interno en el que la honestidad es vital para poder seguir andando.
La reflexión me ha servido para ver que las veces que he participado en el dolor o molestia de otras personas se trata de historias en donde por más que quería establecer un límite me era imposible porque temía, sobre todo, el enfrentamiento, hasta que no quedaba otra alternativa más que ver a los ojos al huracán y dejarme llevar por su corriente. Es decir, llevaba todo al límite cuando hubiera podido ahorrarme cientos de malentendidos desde el principio. No es algo que hubiera querido seguir repitiendo en mi vida, por eso que me juré practicar la honestidad y no confundirla con grosería u omisión, sino llevarla en lo que digo y hago, a pesar de que no es tan sencillo decir lo que pensamos o sentimos.
Aquí estoy, practicando la sinceridad conmigo misma, diciéndome que aunque quiera que todo vuelva a ser como antes, no puede ser así; hay impactos que han dejado una gran marca a su paso y es inevitable verlo, es mucho menos probable ignorarlo. Quisiera aferrarme con uñas y dientes a la manera en la que solía ser, esa forma de fingir que no me dolía que la gente a mi alrededor no se inmutara con mi tristeza, sino que, parecía ser un día normal, pero, ¿para qué? Sólo para no tener que aceptar que hay ciclos que se cierran aunque llevan años circulando. Hay finales que deben forzarse como el cerrojo de una puerta que guarda el secreto de un futuro lleno de esperanza. También estoy siendo honesta con las personas, ya no me da miedo decir lo que pienso o siento, el enfrentamiento, el posible silencio y el quiebre; no tengo deseos de volver atrás en el tiempo para quedarme callada o estallar, tengo todo el deseo de ser quien pone las cartas sobre la mesa sin necesidad de armamento o armadura.
A mi pequeño corazón de cristal ya no lo dejo estar en manos de mantequilla, me he encargado de ponerlo en mi pecho, que no se desmorone a pesar de tener motivos suficientes para romperse por implosión. Mi pequeño corazón de cristal está bien sabiendo que no tiene que acelerarse, que en los finales también existe la liberación. Ya le he dicho que no está mal ser frágil, sentir demasiado, que la gente lo haga sentir reemplazable, sabemos muy bien que no hay medias tintas, cuando amamos lo hacemos con fuerza y es una fortuna. Ya no he dejado que nadie más lleve consigo la responsabilidad de cuidar algo tan delicado, he trabajado la responsabilidad que me debo a mí misma y, sí, he notado como aunque la soledad solía provocarme tristeza, ahora es un balcón desde el cual siento la brisa de un mar sereno que me arrulla con el sonido de sus olas, no vivo esperando el ciclón, estoy rodeada de amor mientras yo no me abandone.
Que precioso escribes. Me encantó. 🤍
Me encantó cómo describiste todo!!! 🤩👏👏